martes, 5 de junio de 2018

Epílogo: Patria No, Colonia Sí...



Patria No
Colonia Sí
(epílogo)


Sobrevivientes del HMS Coventry

Bajo pena de corte marcial apenas terminada la guerra el gobierno británico impuso el secreto militar sobre el conflicto en el Atlántico Sur hasta el día 14 de junio del año 2072, cuando será desclasificada una cantidad todavía ignorada de documentos. Hasta estonces fijó oficialmente el número de sus caídos en 255.
Los soldados argentinos tomados prisioneros en Monte Longdon, los miraron juntar sus muertos después de la batalla, y contaron, sólo ahí, más de trescientos.
El capitán Carlos Robacio, comandante del BIM 5, se cansó de repetir que “sólo en Tumbledown, ellos perdieron 359 hombres, ¿de dónde saqué esa cifra? Ellos mismos me la dijeron.
Pero podríamos no creerles, ni al capitán ni a los soldados.
Sin embargo los expertos militares, incluso británicos, estiman que fueron entre mil y mil trescientos en total.
La historia enseña que las bajas del atacante siempre superan en proporción de dos o tres a uno a las del defensor. Los muertos argentinos en Malvinas fueron 649, incluyendo los 323 del Belgrano. A la luz de esas cifras, las proyecciones de los expertos parecen más razonables.
Los británicos habían sufrido su mayor promedio de caídos durante la guerra de Corea, a razón de 11 por mes. Aún si los 255 que admiten por ahora fueran la verdad, esto supone –en los 45 días de combate a contar desde el 1º de mayo-, más de cinco bajas diarias. Una carnicería. 
Desde la Segunda Gran Guerra la Royal Navy no sufría el hundimiento de un buque. En Malvinas le hundieron siete, y otra decena quedó fuera de combate. De los 41 barcos de guerra que llevó a las Islas, sólo tres volverían intactos a Porthmouth.
Más difícil resulta precisar el número de aeronaves inglesas abatidas, pero según los registros argentinos, franceses y norteamericanos, serían más de 40 aparatos entre aviones y helicópteros. Uno por día, casi.
Estos rápidos datos permiten entender mejor la decisión británica de ocultar la verdad de esa guerra por 90 años.
Parte de la victoria suponía la desmalvinización cultural de la Argentina. Establecer la superioridad, no sólo en el campo de batalla por un tiempo indefinido, sino y sobre todo, en el plano moral y para siempre. Sacarnos de la cabeza de una vez por todas la importancia de tener parte del territorio nacional ocupado por un imperio extranjero. Recuperada la democracia, podríamos practicar el voto como si fuésemos libres ¿Qué más queríamos?...
Gran Bretaña y sus aliados (Estados Unidos, la CEE y su OTAN), habían ganado por el fuego y en las Islas. Pero nada de eso borraba las tremendas visiones de las Plazas de abril, aquellas multitudes eufóricas que el 15 de junio incendiaban Buenos Aires enloquecidas por la derrota. Ya no bastaba con desarmar al perdedor: había que vaciar el corazón de su pueblo.
Uno de los procedimientos más eficaces fue sepultar la inmensa historia de esa guerra bajo tres o cuatro mitos simples, y por lo tanto masivos. La sencilla locura de un borracho asesino en busca de una cortina de humo para encubrir problemas domésticos; la absurda pretensión de enfrentarnos con los amos del mundo tan luego nosotros, y por fin el previsible picnic que se hicieron los ingleses con ese pobre ejército de niños hambreados, muertos de frío y de miedo, conducidos por una masa homogénea de oficiales cobardes y suboficiales torturadores.
Justamente “No Pic-nic” es el título del libro escrito después de la guerra por el brigadier general Julian Thompson, comandante de los Royal Marines durante la invasión a Malvinas. Allí Thompson cuenta entre otras cosas la noche inconcebible de Monte Longdon, cuando estuvo a punto de ordenar el retiro de sus tropas "desconcertado por aquellos adolescentes disfrazados de soldados, que nos estaban provocando tantas bajas”. Ningún pic-nic.
Para entonces las pérdidas británicas no sólo eran muchas más de las esperadas, sino que ya no tenían refuerzos. Aquellas tropas en las Islas, eran todas las que habían llevado, no habría más, al menos, por mucho, demasiado tiempo. Más del que podían esperar.
Habían llegado hasta allí después de seis semanas de mar y más de quince días de marcha a través de un terreno pantanoso, helado, cargando cada uno más de cuarenta kilos de equipo, con temperaturas bajo cero, lluvias horizontales, racionando la comida, el agua, durmiendo poco y nada y mal… Con el hundimiento del Atlantic Conveyor se había ido a pique toda la logística que haría de aquel desembarco el previsible pic-nic. Medicinas, alimentos, agua potable, tiendas, ropas, armas, municiones, helicópteros, aviones... ya el 25 de mayo lo habían perdido todo, y entonces el pic-nic se convirtió en calvario. La larga marcha que empezó a diezmarlos. 
Y al cabo ese rosario de batallas feroces.
Pradera del Ganso, Kent, Longdon, Wireless Ridges, Two Sister, Williams, Harriet, Sapper Hill, Tumbledown…
Habían confiado en los informes de su inteligencia que describían al enemigo como “conscriptos hambreados sin voluntad de pelear”, y resulta que ahora las bajas superaban todo lo esperado, y los combates seguían. No daban más.
Su poderosa Flota Real, tampoco. Son muchos los barcos hundidos o fuera de combate, y los que todavía sirven llevan ya más de tres meses sin tocar puerto. No hay mole marina que aguante tanto. “Todo esto se viene abajo”, escribe el almirante Woodward en su parte del 13 de junio.
Ese mismo día, al otro lado de las balas, Menéndez conferencia con Galtieri. Galtieri le ordena resistir, contraatacar, y el otro le dice que ya no dan más, que habían peleado con entrega y patriotismo, pero bla blá. Galtieri insiste, Menéndez se lamenta por no poder explicarse mejor.
Los británicos saben que tienen el invierno encima. Un invierno tan o más temible que el de Napoleón o Hitler en Rusia, porque allí, además, los rodea un océano. No tienen salida. Si no toman la ciudad ya, en pocos días la intemperie bastará para aniquilarlos. Sus aviones tendrán cada día menos día y más bruma y ya casi no servirán para nada. Y la moral de las tropas se acaba conforme se acaban los refuerzos, las raciones, las municiones, y la morfina.
En 1997, Nigel West, seudónimo literario del ex parlamentario británico Rupert Allason, dice en su libro La Guerra Secreta por las Malvinas: “El Ministerio de Defensa encargó un informe posterior a la acción, escrito por el coronel David Parker, del Regimiento de Paracaidistas, para documentar las lecciones aprendidas durante la campaña. Aunque aún secreto, se cree que es la relación más franca de cuán cerca del fracaso estuvo toda esa campaña, y equivale a un catálogo de decisiones erróneas en todos los documentos críticos. Es muy estremecedor enterarse de que algunas unidades en la línea del frente en las afueras de Stanley estaban reducidas a sus últimas seis tandas de municiones el día de la rendición, sin perspectivas de nuevos aprovisionamientos”.
En Puerto Argentino quedan todavía 2000 hombres de reserva que nunca entrarán en combate. Se han perdido Longdon y Dos Hermanas, pero todavía se combate en Harriet, Williams y Wireless Ridge. Mañana sobre las colinas de Tumbledown y Sapper Hill el BIM 5 agotará sus municiones esperando esos refuerzos que nunca llegarán…
Porque el general Menéndez se debate entre sacrificar más tropas, o rendirse. Nunca dijo haber considerado otra opción. Pese al apoyo explicito –más bien a la exigencia- de su propio alto mando, en ningún momento de su conferencia con Galtieri impone condiciones, reclama refuerzos, una nueva estrategia, un giro diplomático, nada.
Poco después de la guerra entrevisté a Manfred Schönfeld, por entonces editorialista del diario La Prensa. Se preguntaba por qué Menéndez nunca pensó siquiera en pactar el retiro de las tropas y resistir con unos 200 voluntarios suicidas contra toda la Task Force. “Hubiese negociado mejor, o por lo menos caído con honra”.
Desde entonces yo también me lo pregunto. Para el imperio hubiese sido una buena cucharada de su propia medicina. Una gesta de épica hollywoodense que dejaría por fin a Inglaterra en el terrible papel de Goliath, con el consecuente impacto mediático en las mayorías mundiales… ¿Se animarían a matarlos?...
Menéndez eligió rendirse en pos de no sacrificar más tropas. Tan luego él, cuña y palo de una dinastía de milicos asesinos, torturadores, conspiradores y otra vez asesinos; tan luego él que murió reivindicando la dictadura genocida, de pronto se nos revelaba un humanista.
El extraño episodio Davidoff en Georgias. La Operación Algeciras abortada ya en Gibraltar. La patrulla perdida que ambuló por las Islas durante semanas después del final. Los vuelos secretos de los pilotos voluntarios de Aerolíneas Argentinas traficando armamento. La Operación Mikado, que llevó la guerra a Tierra del Fuego. ¿Era el Sheffield o era el Hermes?… Nunca terminaremos de contar todas las historias de la historia de esa guerra. Entre esas historias, la historia de la rendición, de la derrota, es una historia aparte.
El 13 de junio Menéndez corta con Galtieri. Siente que el otro está demasiado lejos de las balas, y él demasiado cerca. Ya se decidió.
El 14 por la mañana, mientras Woodward le informa a Londres que “si los argentinos pudieran soplarnos, nos derrumbarían”, Menéndez ordena el alto el fuego y acepta conferenciar con el general Jeremy Moore.
En camino a Puerto Argentino Moore recibe un llamado de Londres: le advierten que no acepte otra cosa más que una rendición incondicional. Moore dice que sí, pero ni piensa obedecer. Le bastan el cese de las hostilidades y el retiro de las tropas. Que la rendición la firmen Carlos Menem y Domingo Cavallo en 1989, no piensa eso, pero sí. Conoce perfectamente la situación de sus hombres y su flota. Tacha la palabra incondicional.
Menéndez tampoco quiere que se ice la bandera británica hasta que no se complete el retiro de todos los soldados argentinos. Moore se encoje de hombros, y también dice que sí, porque tampoco piensa obedecer.
Pasada la medianoche, ya 15 de junio, los dos firman. Pero el documento queda fechado el día 14, a la hora 23.59.
A partir de ese instante, parte del territorio nacional queda otra vez ocupado por una potencia extranjera, y la Argentina recupera así su estatus de país colonial.
Negarlo, pretender que la soberanía es un concepto escolar, reducir la inmensa historia de esa guerra a la mínima figura de Galtieri, confundir la Causa Malvinas con un delirio de milicos, abjurar de las multitudes de abril, ningunear a los excombatientes mientras se extinguen, suponer que las Islas nos sobran, diluir el valor y la honra y la entrega de tantos soldados en unos cuantos casos puntuales de abusos insalvables en toda guerra y en cualquier ejército, no nos hará más libres. Al contrario.


D.A., junio de 2018

Cementerio de Darwin
Allí estamos todavía.

* * *

1 comentario: